La aceptación es la ausencia de soporte mental y egótico en la vivencia de lo que nos es propuesto, la ausencia de oscilaciones entre la implicación en los acontecimientos y el rechazo de los mismos.
Todos los acontecimientos son movimientos espontáneos de la vida que la mente, en su funcionamiento condicionado, se empeña en paralizar, clasificándolos, según sus deseos egóticos. En cuanto sabe quedarse estable, sin espera, sin proyección, se apoya en la simple evidencia de lo que es y se deja llevar por la situación. Entonces, los acontecimientos son acogidos en este vacío, en esta paz y en esta libertad. El espectáculo de la vida se ve desde esta mirada tranquila que se maravilla ante la variedad de los fenómenos, ante tanta belleza renovada en cada momento. Esta mirada tiene lugar desde ella misma, sin nadie que la dirija. Los pensamientos pueden aparecer, no se les da ninguna importancia y se desvanecen tan pronto como han aparecido. Los deseos han desaparecido, incluso el deseo de paz que es la señal de la espera egótica de una satisfacción que calmaría todos los otros deseos. La espera, sea la que sea, dificulta la acogida e impide el desarrollo del acto libre, el cual está perfectamente adaptado a lo que es. En la aceptación, se inicia el proceso de des-identificación. Nos adherimos serenamente a lo real, sin calificar los acontecimientos en función de los deseos del ego; aceptamos la enfermedad, el fracaso, la vejez, la muerte; acogemos lo que se presenta como el transcurso natural de las cosas, sin implicarnos. Es como una meditación constante, una atención vigilante y sensible a lo que se piensa, a lo que se dice, a lo que se hace en el día a día. La mente es impasible, en un estado de equilibrio y de neutralidad. Ya no busca nada en el exterior, ya no se proyecta sin cesar en una ilusión de distancia con un pasado feliz o infeliz, con un futuro prometedor. Vivir cada instante es vivir en el tiempo sin duración, es decir en la eternidad. Aceptar no significa vivir bajo un control mental que creará, ciertamente, un estado de tranquilidad, pero será incapaz de adaptarse a cambios repentinos. Es, al contrario, ver la realidad siempre renovada en cada momento y vivirla plenamente, con una mente lo suficientemente flexible y ágil para adaptarse de manera eficiente. La aceptación es activa. Lejos de ser pasivos o indiferentes, estamos totalmente presentes al mundo, creativos, en armonía con cada situación, con cada encuentro. Actuamos con audacia, con una energía que no procede de nuestro único y pequeño yo. Nuestros actos son justos, porque son el resultado de las circunstancias en lugar de ser dependientes de móviles egóicos. La aceptación es una no intervención de la voluntad personal que a menudo impide que las cosas se vivan según su propio ritmo. Es el desarrollo pleno de un espacio donde sólo los acontecimientos aparecen. Es una mirada abierta, receptiva a las llamadas de la vida, desde este espacio. El viaje tiene lugar aquí y ahora. Es aquí donde la conciencia se amplia para abarcar al universo entero. Es ahora cuando la vida se vive como una expresión constante de la alegría. Este viaje que efectuamos es el que nos toca ya que, efectivamente, lo vivimos. Depende de nosotros dejar que las cosas se produzcan por ellas mismas, en el mero hecho de vivir; depende de nosotros consentir de manera generosa y sensible a lo que la vida propone, en el reconocimiento de nuestra verdadera identidad. No hay ninguna necesidad de proyectarse mentalmente, hacia una meta egótica. ÉL que ve todo lo que se manifiesta como algo separado no puede realizar nada. Se trata de aceptar lo que se presenta en una visión global, la mente reposando en el centro de cada cosa, en el corazón de la inteligencia que obra en cada movimiento.
La aceptación es la atención aguda y espontanea de lo que se manifiesta cotidianamente en el campo de nuestra mirada. Cada acontecimiento revela la unidad de su fuente gracias a la inteligencia que se encuentra en el seno de su energía. Su percepción instantánea es la de la conciencia. Nuestro cotidiano es la realidad que se desvela en cada uno de sus instantes, es la conciencia que juega en reconocerse en cada gesto, en cada encuentro, en cada hecho. Los actos de nuestra vida cotidiana no nos parecen importantes, no obstante abarcan a todo el universo. Nuestro papel es vivir con una total atención el momento presente, con una fina sensibilidad hacia su vibración única, sin exigencia de una actitud particular, sin necesidad de prácticas o reglas preconcebidas, simplemente en acuerdo con la unidad de la energía cósmica. Dejar los fenómenos, vacíos por naturaleza, manifestarse para luego liberarse por sí mismos, es permitir a la energía obrar según su propia ley, sin el control de este yo que de entrada cree ser el que actúa. No vemos con suficiente claridad que las cosas suceden por sí mismas. Todo lo que se manifiesta participa de un despliegue libre de esfuerzo. Siguiendo el movimiento de la vida, dejando libre cada cosa que se presenta en lugar de querer controlarlo todo, viviendo en la espontaneidad del instante, entramos en el ritmo de lo que somos verdaderamente. Así nuestra conciencia personal se des- identifica poco a poco de los fenómenos que proyecta para alcanzar su plenitud hasta realizarse en conciencia cósmica.
El conjunto de todo lo que se presenta en el espacio y en el tiempo, el despliegue del mundo en sujetos y objetos, aparece en la luz de la conciencia. Tenemos que aceptar en su totalidad este mecanismo de la manifestación del cual somos parte íntegra. Se trata de cogerlo todo en esta corriente continua de aparición y desaparición, acogerlo todo a fin de percibir la potencia de amor en el origen de cada manifestación, a fin de descubrir lo que es la realidad subyacente y penetrar en el corazón del misterio. En esta acogida libre de toda espera, abierta a cada hecho, a cada percepción que surge, estamos naturalmente dentro de la energía inteligente de la vida. La única manera de vivir es abandonarnos en confianza bien asentados en nuestra interioridad. Es también, desde un impulso que sale de nuestro corazón, atreverse a lanzarse sin miedo a la aventura que se nos propone, es desarrollar todo nuestro potencial de ser humano, todas nuestras facultades de realización para una existencia digna de lo que ha sido previsto para nosotros. Tengamos confianza y nos quedaremos sorprendidos al ver a dónde nos lleva la fuerza de la vida.
La vida no es lo que fabrica nuestra mente, con sus dudas y sus certezas. Ella no es este contenido mental que estorba el flujo de energía. La mente, dividida entre la memoria de las heridas y la espera de la felicidad nos hace vivir en un estado artificial de tensión Ella es la que crea esta división en nuestro interior y la proyecta en el mundo a través de pensamientos duales. Su instrumento, el ego, fascinado por las experiencias, lo recubre todo con sus exigencias. Mira cada acontecimiento con la misma actitud: si la situación proporciona placer, se agarra a ella con la esperanza de prolongarla, si el hecho que se presenta es doloroso, lo rechaza enseguida, lo condena y luego refuerza su caparazón. Ahora bien, cada cosa que sucede es la vida que se ofrece a nosotros a través de la conciencia. La potencia de una inteligencia sin límite está obrando en el seno del acontecimiento que se presenta. Este es la expresión de la fuerza misteriosa que nos lleva a donde quiere, la manifestación exterior de la realidad que está dentro de nosotros. La mente sola es incapaz de ver el movimiento universal que ha creado esta circunstancia entrando en resonancia con lo que está dentro de nosotros. No puede captar este espacio ilimitado e intemporal. Cuando consentimos, sin trabas mentales, a lo que surge dentro y fuera de nosotros, reconocemos la inteligencia intrínseca de la vida y nos conectamos a ella en confianza. Es inútil luchar para obtener algo. Basta con aceptar esta vida intensa que fluye dentro de nosotros, basta con fundirse en su realidad y representar totalmente su juego, sin no obstante, extraviarnos en el seno de la diversidad de sus manifestaciones.
Vivir intensamente el cotidiano, con sus pequeñas y grandes alegrías, con sus pequeños y grandes disgustos, significa también no resistirse al despojamiento que la vida nos invita a efectuar. Es aceptar la perdida de los nuestros, de nuestros bienes, de nuestro trabajo, de nuestra reputación… la perdida de todo, que será al final inevitable.
Nuestro destino terrestre es este lugar de experimentación que nos conduce hacia el descubrimiento de lo que somos. En cada paso de nuestro viaje nos corresponde abrir nuestro espacio de manera que, lo que se nos presenta pueda desplegarse y apaciguarse en su interior. La única vida que tenemos que vivir es la que se presenta al instante, acogida en perfecto acuerdo con su movimiento, sin anticipar o precipitar su ritmo, sin referirse al pasado que condiciona nuestra visión o al futuro que espera la realización de sus deseos. La vida solamente existe en el momento presente. Cuando perdemos el contacto con éste, nos separamos de la vida. Todo fluye cuando ya no son los egos que desean sino las fuerzas de la vida que actúan a través de nosotros y nos llevan a donde quieren. No podemos ser los amos de estas fuerzas. Nos conducen hacia nuestra destinación, a través de los desafíos que corresponden a nuestro destino. Procedemos de este flujo energético y viajamos en su seno, libres de abandonarnos a él, en confianza, o bloquearlo según nuestras crispaciones mentales. En cuanto estamos en contacto directo con este flujo, en la humildad de la renuncia de los deseos egóticos, el espacio, sustancia de la conciencia-matriz que lo abarca todo, se despliega alegremente, conmueve profundamente cada ser, cada cosa, y revela su belleza. Sentimos que la paz se instala en nosotros. Esta paz es la unión, segundo tras segundo, a lo que es. Percibimos así que la vida es una, a pesar de nuestras alternancias emocionales de alegría y tristeza, a pesar de nuestros pensamientos dualistas. Cada acontecimiento es recibido y vivido en una presencia atenta, sensible, en una apertura sin exigencias. Dejamos pasar a través de nosotros la energía de la cual es portador, tal como el aire que inspiramos y expiramos, con la misma naturalidad, sin apego mental. Permanecemos sencillamente en la acogida de lo real, sin impaciencia, sin proyección.
Dejemos que el movimiento orgánico del cosmos se cumpla en nosotros y nos lleve hacia el acuerdo perfecto entre nuestra propia vibración y la pulsación de la conciencia universal. Cuando le acogemos sin condiciones, sin miedo al sufrimiento, en un estado de abandono de sí mismo y de vulnerabilidad, que es parte de nuestra grandeza, nos llena de su luz y de su amor. Entonces somos capaces de vivir como un observador sereno, en paz con nuestro recorrido terrestre, permaneciendo en el silencio de nuestra parte eterna. Es en el reposo de lo que somos, reconocidos como Sujeto último y ya no como objeto de conocimiento, que la mente admite su impotencia, etapa necesaria al advenimiento de la identificación universal en un instante de iluminación. Solamente el que se deja penetrar libremente por la energía cósmica, energía que no es otra cosa que el fuego del amor, purifica su corazón de los residuos existenciales. Es gracias a este corazón purificado que la Realidad es reconocida.