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El ego y sus deseos

El ego es un elemento funcional que existe mientras existe este complejo cuerpo-mente. Tiene una existencia fenoménica. Así que no se trata de suprimir algo. Esta entidad es la vida que se expresa en esta dimensión terrenal y temporal, a través de aptitudes y características relacionadas con este cuerpo-mente. Es una expresión natural de la vida.

El problema surge cuando el ego intenta adueñarse de esta expresión y dice: soy yo quien decide, quien actúa. El sentimiento de un yo actor, de una identidad separada que actúa, es la identificación con este cuerpo-mente, con lo que es solamente una expresión temporal del verdadero Sujeto. Esta identificación implica la creencia en un actor que sería el creador de los pensamientos y de los actos. Puede serlo temporalmente, pero al final, siempre decide la vida. El sentimiento obstinado de un yo autónomo nace de la afluencia incesante de pensamientos, emociones, experiencias que consideramos nuestros, convencidos de que el yo está en su origen. Sin embargo los pensamientos y las experiencias son impersonales si no nos adueñamos de ellos. La creencia en un actor es un concepto nacido de la presencia del cuerpo. La mente maravillada por lo que experimenta, se apoya en él, reforzando así la idea de un yo que vive personalmente todas estas experiencias a medida que se desarrolla su historia existencial.

Hay que disolver este concepto que pertenece a la construcción mental dual, esta idea de un yo separado y actor, y no la expresión natural de la vida, reflejo de la fuente. Las tentativas para reprimir esta expresión de la vida están en el miedo frente a ella, un pensamiento que refuerza el concepto de ego y exacerba la identificación. De nuevo es el ego que se rechaza a sí mismo, que actúa y se refuerza en esta acción. La vida, ella, no busca rechazar sus expresiones. No excluye nada, lo incluye todo.

Es la mente con su repetición de memorias, que tiende a condicionar y a cristalizar la energía de esta expresión de la vida, manipulando la realidad para someterla a los deseos proyectados por el ego. Los deseos fabricados representan un atractivo para la mente en este mundo de objetos. De esta manera, un yo se siente existir, en el apego, la posesión, el dominio. Sin esta apropiación permanente, el yo no es nada. El vacío es la naturaleza misma de la manifestación. Cada forma es vacío. En cuanto ha obtenido lo que deseaba, el ego sale en seguida en búsqueda de una nueva posesión, de un nuevo apego con la memoria de lo que acaba de perder o de ganar, con la cristalización de sus deleites y de sus heridas. El miedo a perder genera tensiones interiores, conflictos con los demás y por consiguiente sufrimiento. Sólo miramos la vida desde esta entidad repleta de deseos, miedos y resentimientos. Esto limita considerablemente el potencial de nuestras existencias. Somos incapaces de tener una visión global de la vida. Un ego fuerte que proyecta sin cesar deseos de apropiación, de dominación, es fuente de complicaciones porque nos impide armonizarnos con el flujo energético del universo. Los problemas actuales del mundo están relacionados con estos comportamientos egóicos reforzados.

Nuestras individualidades se identifican con los deleites y pesares que se presentan, aferrándose a unos y rechazando a otros, y así bloquean el flujo de la vida, impidiéndole desarrollarse según su propia inteligencia. Los deseos generados por este yo que se toma por un actor nos dispersan en este mundo de fenómenos y crean el hábito de identificarse con lo que vemos. El deseo nace en cuanto la vivencia no corresponde a lo que espera el ego y mientras es presente la ilusión de separación con la realidad. Poco importa que el deseo sea elevado. El deseo siempre supone la presencia de un yo centrado en él mismo, a la espera de un resultado, una gratificación, y que se siente herido si no recibe lo que espera. El fundamento del sufrimiento es: deseamos algo diferente o que no está. Nuestras heridas son proporcionales a nuestra creencia en la realidad de esta idea de individuo separado y actor, y del apego que le tenemos.

En cuanto la realidad es vista como lo que soy, ¿ dónde está el deseo? El cambio de visión es un cambio de perspectiva sobre uno mismo, un retorno a su ser profundo, a la fuente. Para encontrarse, hay que aceptar dejar morir todas las expresiones de la vida. No hay nada que añadir, sino quitarlo todo. Es el deseo de permanencia de un yo en el seno del movimiento incesante de la vida que nos hace sufrir tanto. Nuestro sufrimiento se aleja por si solo si sabemos morir cada día a nosotros mismos y a todo lo que se presenta. Vivir, es abandonarse a este movimiento de renuncia que la vida nos invita a efectuar para así cumplirse plenamente a través de nosotros. La apertura al espacio de libertad donde todo tiene lugar, donde la vida toma conciencia de ella misma, sólo puede producirse si morimos a todo lo que se manifiesta, a todo lo que se apega nuestra mente y que obstruye este espacio, a todo lo que llena nuestro ego y hace de pantalla a la tranquilidad original de nuestro ser verdadero.

Esta renuncia es insoportable para el ego nutrido por los deseos. No obstante, en cuanto el funcionamiento egocéntrico ha sido identificado, y con él, el apego, las exigencias y las pretensiones, entonces las proyecciones egóticas, causantes de deseos constantes y sufrimiento cesan naturalmente. Hay abandono de cualquier implicación personal y la vida se vuelve armoniosa, fluida. No es el ego que ha renunciado a algo. Simplemente ya no hay implicación. Nos queda una alegría pura, sin causa, que es nuestro estado natural. Solamente somos canal, vía de expresión de la conciencia. En este camino de renuncia somos colmados en la medida que abandonamos nuestro yo. Sin voluntad de imponer nuestro ego para controlarlo todo, estamos conducidos desde el interior. En este consentimiento, conservamos una personalidad, características propias, pero la idea de un yo centrado en exigencias y deseos ha desaparecido. Seguimos funcionando, sin embargo nos hemos vuelto el instrumento de la energía inteligente que obra a través de nosotros. Nos volvemos tan libres como ella. Nuestra existencia a partir de entonces, es más dinámica, más creativa en el seno de este espacio amplio y abierto. En este estado sin identificación al ego, nuestros actos, libres, son la expresión de la alegría, y no el resultado de un deseo o de una obligación. Son justos porque no están nunca en contradicción con la vida. La libertad es el andar sin equipaje, sin apego a nuestro yo y a otras individualidades, sin dependencia de experiencias, resultados o metas. En esta acogida de cada cosa que se presenta, las resistencias y las tensiones que generan sufrimiento desaparecen.

Cuanto más permanecemos en la acogida, en la atención sin motivo, en la observación sin conceptualización, menos nos objetivamos como imagen de un actor separado. En la observación, ya no estamos implicados. Estamos en la espontaneidad, en el primer momento de la percepción pura, en perfecto acuerdo con lo que es. Si conseguimos permanecer allí en conciencia, sin posicionarnos como un yo frente a un no -yo, los pensamientos y los actos reflejan la situación tal como es, sin que haya alguien para apropiarse de ellos. En la atención, el cuerpo y el pensamiento funcionan de manera distendida, los condicionamientos que constituyen el ego ya no están alimentados. Por lo tanto van a disolverse naturalmente. El yo ya no está alimentado y se disuelve en el silencio. El Sujeto último es este silencio.

Observar simplemente los movimientos de la personalidad, que es solamente un reflejo de lo que somos. En la observación neutra, somos verdaderamente nosotros mismos. Mientras nos concibamos como identidades separadas, viviremos en la superficialidad de nuestro ser verdadero, en su reflejo. Y viviremos en el sufrimiento de este sentimiento de separación. En este sentimiento anida el germen de conflictos, violencias y guerras. El obstáculo al amor es este concepto de una identidad separada. No hay otros.

Mientras obra, el ego crea problemas que luego se empeña en resolver. Esto no tiene fin. Bloqueados, estancados en el egocentrismo, no tenemos otra salida que la de interiorizarnos, ir más allá de las oposiciones yo/otro, sujeto/objeto, reencontrar nuestro centro, este yo cósmico. En realidad, no dejamos nunca este centro, pero dejándonos llevar por múltiples experiencias, sin saberlo, estamos en este centro de manera agitada y atormentada, y no en conciencia. Nos dejamos guiar por este yo, para vivir mentalmente en la periferia de nuestro ser profundo. Creemos que estamos separados de la totalidad y solamente vemos la realidad como múltiples fragmentos limitados. Ya no vemos el sustrato único, la conciencia. A lo largo de nuestra existencia, dejamos nuestra conciencia funcionar como una entidad condicionada por todo lo que manifiesta. En cada experiencia este espacio de percepción se identifica con el complejo cuerpo/mente generando así el sentimiento de un yo separado. Esta individualidad que tan solo es una expresión de la pura conciencia, está tan maravillada por los acontecimientos que le afectan que se olvida de la fuente. Ahora bien, cada cosa que se presenta es la vida que se ofrece a nosotros a través de la conciencia. Todo es don de una inteligencia sin límite obrando en cada hecho que sucede. Esta inteligencia es la energía cósmica, el infinito y creativo movimiento universal que se revela en cada circunstancia a través de una forma fuera de toda implicación de un yo. Todo fluye con facilidad cuando ya no son nuestros egos que desean, sino las fuerzas de la vida que actúan a través de nosotros y nos conducen a donde quieren. Todo lo que se nos propone es justo porque es la inteligencia en el corazón de la vida que nos lo propone. Es solamente este yo que se cree herido por la vida. Todos somos capaces de vivir como observadores tranquilos con gestos libres de agitación y de pretensión. Permanecemos así en el silencio de nuestra parte eterna. Es dentro de este espacio silencioso que el yo se desvanece. Somos este espacio vacío. Abandonarse al movimiento del universo se produce en la humildad del recogimiento de este yo centrado en sus pretensiones. Tenemos que aprender a retirarle del campo de la realidad cotidiana a fin de percibir, en el fondo, el espacio silencioso. El amor y la paz son su sustancia. Este espacio es la esencia de nuestra conciencia que lo abarca todo. Cuando le permitimos ser plenamente presente detrás de cada hecho cotidiano, la alegría es permanente porque ya no guarda relación con las intenciones del ego. Dejamos de ver la vida como algo que se despliega en el exterior partiendo de una entidad personal. Estamos entonces verdaderamente en la vida, vivida para ella misma. Ya no actuamos en función de esta entidad y de sus deseos, sino que la utilizamos simplemente y la dejamos volver a su fuente sin apegarnos a ella.

El yo es solamente la expresión efímera de esta fuente de movimiento eterno, y en este juego terrestre donde se mueve la conciencia, él es objeto de conocimiento, de observación. Por lo tanto no puede ser el Sujeto último. Confundimos esta expresión con su fuente. Confundimos la vida, una, eterna, con sus expresiones múltiples, efímeras, que tienen la capacidad de reflejar la vida tal como es. Invirtamos nuestra mirada, estemos en el lugar desde donde emerge la vida y sus manifestaciones. Observémoslo todo desde este lugar inmutable, y no a partir de la manifestación, es decir lo transitorio.

El yo, con el soporte de la mente, se proyecta sin cesar hacia el exterior, persiguiendo deseos, dejándose distraer e impresionar por todas las experiencias que encuentra y que personaliza, cuando las experiencias son tan solo la vida que se vive a través de nosotros. Con la desaparición del concepto de un yo actor, desaparece también el sentimiento de separación. La mente, que ya no está dividida, descansa y puede expresar con precisión, a través de este yo, el flujo ininterrumpido de lo que emerge del origen silencioso. El yo refleja para qué ha sido previsto: la vida. Se trata de verlo así, como una expresión de lo que lo contiene. Expresa la vida y la inteligencia en el corazón de la vida. Nuestra naturaleza verdadera es la vida, tanto en su fuente como en su expresión. Aceptemos el yo como una expresión de lo que somos, no lo que somos. No confundamos la expresión con su fuente. No nos impliquemos en lo que representa esta expresión, en pensamientos y actos. No nos apeguemos a la expresión cuando ya no tiene motivo para manifestarse. La idea de un yo separado desaparecerá así naturalmente.

Que el ego sea la expresión espontanea de la energía de la vida. El bloqueo de la energía es un proceso mental. La percepción pura, que es la energía brotando directamente del Corazón, es habitualmente transformada mentalmente según los deseos del ego. Este bloqueo conduce al sufrimiento. En cuanto hay acogida el ego abandona sus exigencias. Se desvanece en esta mirada neutra. Somos más que un pequeño yo. Somos lo que lo contiene.