El sufrimiento aparece en cuanto hay una implicación de todo el ser en lo que se presenta, identificación total a un movimiento que sólo existe temporalmente en el seno de la conciencia. El sufrimiento está asociado con el sentimiento de un yo autónomo y activo, que ocupa todo el espacio interior, y se apoya en el funcionamiento de un pensamiento dual y la creencia en una permanencia de lo manifestado. Su raíz es la identificación errónea con lo que sólo son expresiones del ser verdadero, un cuerpo percibido a través de los sentidos y un aluvión incesante de pensamientos/conceptos. Es el olvido de este juego de la conciencia que consiste en limitarse y esconderse a través de formas temporales, para luego reconocerse mejor al final del viaje. Es la historia varias veces milenaria del ser humano, el cual, una vez instalada la confusión, busca iniciar el camino en el seno de su propio espacio para reencontrar la realidad de su verdadera naturaleza.
El sufrimiento es un rechazo de la mente a lo que es en cada momento. Nace de las tensiones y resistencias al flujo de la vida. La mente, soporte del ego que quiere controlarlo todo, crea sin cesar una realidad existencial ilusoria con la cual nos identificamos, olvidando que tan sólo es una creación del pensamiento. Tomamos sus concepciones como fundamentos de la realidad, que se vuelven luego fundamentos de nuestro sufrimiento. Si remontamos al nacimiento de un sufrimiento, encontramos siempre un pensamiento, vibración efímera que ha surgido a partir de un acontecimiento propuesto, y que ha sido prolongado aunque este acontecimiento ya no exista. Podemos ver como todos nuestros hábitos nacen de estos pensamientos memorizados y siempre reactualizados. Llevamos una carga mental de sufrimiento que se acrecienta a medida que avanzamos por nuestro camino de ignorancia, constituido por nuestros apegos a las experiencias, a las situaciones, a todos los acontecimientos destacados, pero también a todas las peccata minuta de nuestras existencias, y que generan residuos que invaden nuestro espacio. Atravesamos la vida cargando con la memoria de nuestras decepciones, de nuestras cóleras, de nuestros rechazos, con las cicatrices dejadas por todas las experiencias dolorosas que nos hemos atribuido mentalmente. Nos percibimos como seres aislados, agredidos por un mundo que creemos hostil porque no se corresponde con nuestros deseos. El sentimiento de un yo separado, que es la identificación con un cuerpo/mente, nos hace vivir siempre a la defensiva, en una relación conflictiva con los demás. No somos capaces de relacionarnos con confianza, de escuchar sin enjuiciar. Nos falta comprensión y amor porque nos hemos aislado en el seno de la gran corriente de energía que anima al universo. Preferimos apiadarnos de nosotros mismos y sentirnos víctimas en lugar de ver que somos responsables de nuestras heridas, y que es en nuestro interior que se crea el sufrimiento. Todas nuestras penas nacen de los pensamientos. Mientras nos identifiquemos con estas creaciones dolorosas de la mente, parecerán reales; mientras nos tomemos por este movimiento efímero de vibraciones al cual nos apegamos, conoceremos la desesperación.
No entendemos el sentido de lo que la vida nos propone. Buscamos causas y remedios en el exterior. Esperamos protegernos de la desdicha, de la enfermedad, de lo imprevisto dándonos la ilusión de que lo controlamos todo. Así vivimos en el sueño de una felicidad permanente, con la seguridad de una existencia de bienestar, hasta que la vida nos sacude. Entonces, solamente vemos nuestras dificultades, nuestras luchas, nuestros sufrimientos. Consideramos nuestra existencia difícil, desesperante, incapaz de responder a nuestras necesidades infantiles de protección. Pero, el camino es como es, y la vida es perfecta tal como se nos ofrece. En nuestra desconfianza querríamos que fuera otra y la convertimos en algo penoso. La energía de la vida nunca nos es hostil, ya que esta energía es nuestra esencia. Por lo tanto ningún acontecimiento propuesto puede sernos contrario, ya que, en realidad, somos nosotros mismos que nos lo proponemos. Si dejamos que se cumpla tal como lo expresa su flujo de energía, todo nuestro ser se desplegará entonces en el sentido previsto por la inteligencia que lo sostiene… Los acontecimientos están en perfecta concordancia con lo que debemos y podemos vivir. Lo que vemos como una prueba nos es propuesto para sacarnos de nuestra inmovilidad, para hacernos reflexionar acerca de nuestras certidumbres, y, finalmente para pararnos en nuestras conquistas exteriores. Cada movimiento de la vida nos desvela la Realidad, nos invita a ir más allá de la apariencia de los contrarios, felicidad/desdicha, bien/mal, salud/enfermedad… Nuestro sufrimiento no proviene de la energía de vida en sí, sino de nuestro rechazo en dejarnos atravesar libremente por su movimiento. Es este rechazo que se trata de ver. Todo es don. Cada cosa que sucede es la vida, pura en su esencia, que se ofrece a nosotros a través de la conciencia. Todo emerge desde este espacio inmutable donde la vida se mueve libremente. Así cada acontecimiento es valioso y debe ser considerado como una bendición. Sin embargo, a menudo, su significado se pierde porque no estamos dispuestos a escucharlo, o tenemos de él una visión parcial, seleccionando los acontecimientos y rechazando los que consideramos como difíciles. Solamente la percepción global del acontecimiento permite darle un sentido diferente que el de necesidad molesta y generadora de adversidades. El nacimiento de un sufrimiento depende totalmente del color que nuestra mente da al hecho que se produce. Una vez instalado, se refuerza en la creencia de que somos lo que experimentamos. Pero somos la fuente de todas las transformaciones que se producen en el transcurso de nuestro destino terrestre, el espacio de paz y amor desde donde emergen. Todo tiene que acogerse en el silencio de este espacio, la conciencia. Todo procede de allí y volverá allí, en un movimiento perfecto tal como es. No hay nada que tengamos que retener o rechazar. Cada acontecimiento que encontramos es un reflejo de la conciencia que somos, y una invitación a reajustarnos a la realidad tal como es. Sólo importa nuestra apertura acerca de lo que la vida nos ofrece. Esta es nuestro maestro siempre justo en sus actos. El sentido de nuestra estancia en esta tierra es penetrar siempre más intensamente en el corazón de esta vida, en su flujo incesante de percepciones y sensaciones, y ser cada vez más presentes en nuestra verdadera naturaleza. Cuando huimos de las penas, huimos de la vida. Las alternancias de alegrías y penas son el juego de la vida. Se trata de vivir sus expresiones, dejarlas expresarse y luego dejarlas desvanecerse, sin retener nada. Ellas son la proyección de la conciencia en ella misma, espacio libre.
Tomemos el ejemplo de la enfermedad. Cuando estamos enfermos, tenemos la capacidad de percibir integralmente esta manifestación de la energía de vida tal como se expresa, sin la interferencia de pensamientos parásitos. Los pensamientos crean la separación, fuente de sufrimiento. No dejemos que nuestra mente separe el dolor de nosotros que lo percibimos, lo conceptualizamos, queriendo ir hacia una meta, aquí, la curación, meta que solamente genera tensiones y angustias. Hagamos nuestra la enfermedad, integrémosla a fin de abolir toda dualidad. Querer curarse a toda costa es señal de rechazo de la impermanencia en el seno de cada fenómeno. El cuerpo no es nada más que una forma aparente de nuestro ser verdadero. ¿Por qué conocería solamente el estado de salud? Respiremos lentamente, en conciencia, a fin de calmar las emociones vinculadas a la enfermedad. Es en el corazón de nuestra respiración que podemos percibir la inteligencia de la energía de la vida. Su fuente nunca se degrada, nunca se ve alterada. La enfermedad es un aspecto temporal de esta fuente que se expresa así en este momento de nuestro viaje terrestre. Cada cosa que experimentamos tiene sentido. La enfermedad puede llevarnos a nuestro miedo más profundo, el de la muerte. Puede indicarnos un reajuste, invitarnos a tener más paciencia, más sabiduría, más amor, ofrecernos la oportunidad del abandono de sí mismo, sin exigencias. Nos puede hace descubrir que no somos este cuerpo disminuido, sino la conciencia siempre pura que lo contiene. Comprendemos entonces que en un nivel absoluto, el de nuestra verdadera naturaleza, la enfermedad no existe y que no hay nada que curar… Aceptamos así, sin condición, que sea parte de nuestro viaje.
La herida es una apertura, un corte en la coraza del yo, un acceso a nuestro ser íntimo. Nos invita a participar de manera diferente a la danza de la vida, a vislumbrar otra manera de avanzar con su movimiento perpetuo. Nos invita a forjar nuestra libertad interior abriéndonos. Cuando adviene una desgracia, dejémonos guiar por la fuerza misma de la vida contenida en este acontecimiento. Nos enseña el camino de vida que abraza la realidad relativa de este mundo y que nos lleva al descubrimiento absoluto donde todo es paz. Sentirse separado de la energía tal como se expresa en el acontecimiento es sufrimiento. La única vida que tenemos que vivir es la que se presenta ahora, percibida en el espejo de la conciencia. Es el momento que vivimos en armonía con el movimiento universal. En cuanto perdemos el contacto con él, en la ilusión de una separación, nos apartamos de la vida, la vemos a la vez como algo que se despliega en el exterior de nosotros y como un movimiento personal, identificado a un yo. Vivir, es ser enteramente en el flujo impersonal de la energía, en el seno del movimiento de aparición y desaparición, sin deseo de permanencia, sin resistencia al despojamiento que la vida nos invita a efectuar para cumplirse plenamente en nosotros. Nuestro sufrimiento se aleja por sí mismo si sabemos morir a cada instante, sin cargar con cada acontecimiento mentalmente. Estamos arrastrados, nos guste o no, en este ritmo cósmico. Todos los fenómenos son movimientos de la energía. Esta no es ni buena ni mala, ni fácil, ni difícil. Ella es vacío. Es la mente que le otorga la idea de adversidad. Nuestro sufrimiento no proviene de la energía de vida, sino de nuestro rechazo en dejarnos atravesar por sus movimientos. Ahora bien, siempre es la vida que se presenta ante nosotros con amor, y nosotros seleccionamos lo que nos ofrece. Hay que abandonarse a su energía. No existe otra inteligencia. Así que no se trata de escapar de nuestras penas, mantenerlas alejadas, sino aceptar su energía y devolverlas conscientemente a su fuente, en el lugar de donde emergieron como ondulaciones en el campo siempre apacible de la conciencia. Es esencial descubrir este lugar desde el cual todo se manifiesta, de esta realidad última que, ella, no cambia nunca. Incluso si el universo entero estuviera destruido… Se trata para nosotros de hacer “entrar” todos los acontecimientos, incluso los que nos conmueven por su brutalidad, en este espacio puro, inmutable, en nuestro interior, que lo contiene todo. Cuando se realiza la unidad, las penas ya no están separadas de las alegrías, todo está integrado en esta unidad. El sufrimiento desaparece en el momento en que la dualidad se desvanece. Cuando no hay separaciones y distancias mentales, solamente queda la paz. Los que se han dado cuenta de que no son lo que experimentan, han encontrado esta paz que nada puede perturbar, independientemente de las circunstancias, sustancia de su ser verdadero, alegría sin causa.
“Atracción y repulsión, placer y dolor, elevarse y menguar, infatuación y abatimiento, todos estos estados de participación en las formas del universo se manifiestan de manera diversificada, pero en su naturaleza no son distintos. Cada vez que captas la particularidad de uno de estos estados, atento en seguida a la naturaleza de la Conciencia como idéntica a él, ¿por qué, lleno de esta contemplación no te alegras ¿” Abhinavagupta