El amor es la fuente de cada cosa. Es la expresión misma de la vida cuyo flujo nunca se agota. Es la energía que impregna el universo entero con sus vibraciones, lo penetra y lo sostiene. Cada ínfimo elemento de la totalidad es atravesado por esta energía impersonal, sin condición, sin límite. Ella es el espacio vibrante de la vida, silencioso y vacío.
El amor es esta energía que “mueve el sol y las demás estrellas” (último verso de la Divina Comedia de Dante). Por lo tanto no puede provenir de la voluntad personal, del conocimiento, de la ascesis. No se puede someter a nuestros deseos egóticos. El amor no pide nada, no exige nada. Es solamente una expresión de alegría que brota perpetuamente, esencia de la vida. No puede ser fuente de sufrimiento. Solamente el apego lo es. Lo buscamos sin cesar cuando siempre es presente. Todo el mundo lo busca, incluso los que parecen rechazarlo. Nuestras búsquedas son torpes, confusas, porque son dirigidas bajo la autoridad compulsiva de nuestros egoes. Intentamos amar… cuando somos el amor que buscamos. Él es la naturaleza de la vida, es lo que somos. Por lo tanto no podemos tenerlo, poseerlo. Nuestros egoes no podrán nunca abrazar esta energía, siempre quedarán decepcionados. Sólo podemos responder espontáneamente a su vibración desde nuestro propio corazón que vive al ritmo del Corazón cósmico. Es esta obsesión de la búsqueda de amor que nos aleja de la presencia continua del amor. La búsqueda sólo puede apaciguarse cuando el amor es reconocido por lo que es. Así que nos invita a interiorizarnos, a volver a su fuente silenciosa. Entonces lo vemos en cada cosa… Siempre es presente y se revela como la trama de la vida, lo que sostiene el universo en el silencio de la conciencia, liberado del ruido del yo y de la mente. A menudo atribuimos al amor una coloración sentimental. Lo vemos donde sólo existe una dependencia afectiva o un apego exclusivo a un ser. Este supuesto amor se nutre de nuestras esperanzas, de nuestras demoras, de nuestras necesidades de protección, de nuestros deseos de poseer o dominar al otro. Exigimos de él que satisfaga todos nuestros deseos, nuestros sueños, nuestras ilusiones de seguridad. Nos esforzamos para que entre en el mundo conflictivo de nuestros pequeños yoes crispados por miedos y heridas. El amor no está a nuestro servicio personal. Es ausente donde hay espera, posesión, sed de seguridad, necesidad de poseer. La mente manipuladora e inestable no lo alcanza. El amor está fuera de todo dominio mental. Es libre, como la vida. Es la necesidad egótica de seguridad que crea este desierto que nos empeñamos en llamar amor. Pero el amor sólo puede expresarse cuando la ilusión de un yo distinto ya ha sido trascendida. El amor no fuerza la entrada del caparazón forjado por el ego. No es la expresión de un proceso mental y no se puede provocar. Nos penetra libremente cuando ya no hay alguien que persigue algo, cuando la mente se apacigua, cuando estamos profundamente en el corazón de la vida. Se ofrece a nosotros en cuanto el yo se olvida de él mismo dentro del espacio de paz que se desvela.
Permanentemente bloqueamos su movimiento intenso al expresarnos por medio del temor o del rechazo. No sentimos que estamos unidos a la totalidad, nos percibimos como seres separados, aislados, agredidos por un mundo hostil que no corresponde a nuestros deseos. Nos aislamos, nos cerramos a la energía que anima al universo. Nos apegamos a unos seres, pero nos falta la confianza que es la expresión espontanea del amor. Somos incapaces de abrirnos, sin motivo, en una atención sensible renovada de instante en instante, que desvela nuestra vulnerabilidad pero también nuestra grandeza.
Cuando estamos en esta acogida, encontramos el amor en cada segundo de nuestra existencia, en cada detalle de nuestra vida cotidiana, un gesto tierno, una escucha paciente, una palabra agradable. El amor se encuentra en el respeto del camino de cada uno, en la atención sensible al sufrimiento del otro, en los cuidados a un cuerpo debilitado, en la aceptación de la impermanencia en el corazón de los seres y de las cosas. Es en el seno del silencio de nuestro ser profundo que el amor es percibido. Sentimos que emerge de este silencio, nos atraviesa y se difumina libremente alrededor de nosotros. Cuando dejamos que esté en contacto directo con nuestros espacio interior, en la humildad del yo, se despliega, alcanza a cada ser encontrado y vuelve, inalterado a su fuente. Esta energía es de una intensidad increíble, sin embargo su vibración nos penetra con dulzura. Nos sentimos entonces tan inmensos que ya no podemos infligir sufrimiento a los demás, ni a nosotros mismos. Vivimos sin miedo. Tenemos una mirada unificada sobre los seres humanos, los animales, la naturaleza, la vida. Estamos en una percepción de presencia continua, de no separación. La paz se instala en esta fluidez del presente continuo. Cada acontecimiento es vivido en una apertura sin condición. Lo absoluto es aquí, en este instante. No es otra cosa sino esta energía de amor que nos lleva y nos penetra.
En cada segundo nos movemos en un océano de amor, mucho más grande y profundo que nuestra mente, sin embargo su realidad no es percibida. Es nuestro estancamiento egótico que nos da la ilusión de estar separados de la corriente universal y propaga el caos en la tierra. Es la profusión compulsiva de ideas para solucionar los problemas del mundo que nos extravía. En cuanto nos abrimos, apartando nuestras crispaciones egocentradas, se despliega lo que siempre ha existido : el amor, la expresión del Sujeto último de lo absoluto, de la unicidad. No experimentamos lo suficientemente esta potente vibración que nos lleva. No obstante todo es recorrido por esta sola y única energía. Nunca y en ningún lugar podemos estar fuera del amor. En cuanto lo manifestamos, despertamos a la unidad de la vida. Lo vemos en todo lo que existe; tenemos una visión global, integrándolo todo, sin escoger, sin discriminar. Hemos encontrado la esencia de cada cosa y la alegría suprema es presente. Ningún conflicto puede ya presentarse. El amor no tiene opuesto porque es la vida misma, una, infinita, que se cumple libremente en ella misma. Dejad que el amor se despliegue a diario y la vida se revelará ligera.
La vía directa para realizar la identificación con el Ser verdadero es el amor. Es la llamada inmediata al despertar, al brotar espontaneo de la realidad, a la presencia. Permite cumplirse totalmente, estabilizando la realización. La intensidad de su energía barre todos los residuos de las experiencias pasadas. El amor es indisociable de la renunciación que conduce a la indiferenciación. La vía de amor es libertad porque la Gracia es libertad. Libertad y amor son uno. Es lo que se me permitió realizar en un impulso de confianza absoluta seguido por la absorción en el vacío y el silencio cósmicos, desvelándose así el conocimiento que emanaba de esta absorción. Nos descubrimos siendo la energía misma del cosmos, libres con su libertad… Este conocimiento es la luz misma de la conciencia. En mi libro “No tengamos miedo a morir “, escribía : “el amor que eleva también para convertirse en poder de conocimiento, el amor que nos impregna totalmente y dirige el ser hacia el conocimiento intimo y profundo de lo que ama . Este conocimiento sólo es posible cuando un vínculo lo suficientemente potente nos une, en la renuncia a si mismo. Esta unión absoluta, inalterable, es la consagración de la manifestación de nuestro ser profundo en su experiencia terrestre de forma finita.”